La curiosidad mató al gato, o en este caso, lo llevó a comer y beber deliciosamente. El truco en este lugar es que no sepas qué esperar, ese debe ser su lema. Redes con poca información, algunas opiniones dispersas por internet, del menú, nada; sigue tu reflejo hasta las escaleras, y aléjate de la luz.
El Salón Palomilla es misterioso, oscuro, en un segundo piso de la Roma, con la cocina abierta con las brasas ardiendo, y con una barra maravillosa. Vegetación interior, verde por todos lados, muebles descoordinados, una mesa del calendario azteca, espejos de bazar, y un hueco en el techo que recuerda más a un estadio que a un restaurante-bar.
Me imaginé, por el lugar, que la coctelería sería el fuerte, pero la verdad es que la comida es el highlight. A pesar de las contadas opciones, cada platillo suena espectacular y elegir se vuelve el problema: gyros, tostadas, purés y croquetas. Pedí jamón ahumado, que tenía unos encurtidos de ensueño y la mostaza dijon más perfumada que he probado. Pero la estrella de mi noche fue la brocheta de vacío de res, a las brasas y en su punto, la carne se deshace en la boca. Si combinas ese manjar con un poco de arúgula, berros, cilantro y rábanos, nada puede fallar, pero si además le pones un puré de camote y una salsa de chile de árbol, ya no necesitas nada más.
¿Volvería? Sí. Nunca voy a olvidar esa brocheta de vacío, la increíble selección musical y la sensación de estar en otro lugar y otro tiempo.
-Aura Mendoza
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