Una lonchería en la que predominan adornos, mesas, lámparas y utensilios con ese recubrimiento cerámico que antes era considerado de uso exclusivo de las clases populares y que le da nombre: peltre.
El lugar es pequeño, unas seis mesas dentro y otras cuatro en la banqueta. Completan el cuadro unas hermosas sillas de madera que desentonan con los bancos grises que tienen a la entrada, y que posiblemente incorporaron al final para aprovechar hasta el último espacio para que ningún comensal se quedara de pie (o se fuera a otro lugar).
El autor de este bien logrado diseño de interiores es Ariel Rojo, a quien seguro ubicas por esas bicis coloridas, a las que puedes encadenar tu bicicleta, que ahora están por todos lados.
A la entrada encontrarás la carta, creada por Daniel Ovadía, chef que tiene en Paxia su restaurante insignia. Ofrecen desayunos (huevos y chilaquiles), tortas, chapatas y jugos, todo con un toque que buscar ser un diferenciador.
Tú mismo ordenas en la caja y en ese momento tienes que decidir si incluyes la propina. Luego, basta encontrar un lugar disponible y esperar tu orden. “Entonces, ¿por qué di propina?”, me pregunto mientras mi vista se pierde en el librero que exhibe artículos diseñados por Ariel, y bolsas de café y sal de mesa. Los precios me hacen desistir.
Por fin llega hasta la mesa mi pedido: una crema de elote, una chapata, una torta y una orden de quesadillas. No me critiquen, estoy en la etapa de desarrollo.
De acuerdo con la carta, la sopa es de elote amarillo e incluye dientes de maíz azul que no encuentro por ningún lado (me explican que decidieron molerlos porque los clientes se quejaron al encontrar “grumos”). Cualquiera podría confundirse y pensar que se trata de una crema de queso, sabor que sobresale, aunque al final sí tiene un ligero regusto a elote.
Este fenómeno se repite en la chapata de arrachera. El sabor del queso, los frijoles y el guacamole opacan por completo el de la carne, al grado que uno se pregunta si en realidad es arrachera.
La de milanesa permite que la confianza en el cocinero regrese. Como reza el menú, tiene “todo lo que una torta debe tener”, pero las dudas vuelven con las quesadillas. El relleno, de champiñones y flor de calabaza, es un poco salado y la tortilla, entre dura y chiclosa. Parecen de maíz azul, pero en realidad solamente están pintadas.
Con afán conciliador, hago el esfuerzo de llegar al postre: una gelatina mosaico cumplidora, pero si te basas en la relación costo-beneficio, apuesto a que conoces un puesto callejero que las supera.
Cuenta la leyenda –confirmada por los trabajadores de esta lonchería– que durante una cena, Daniel Ovadía y gente de la taquería El Califa imaginaron un lugar con toques mexicanos que simplificara la experiencia del chef en Paxia. El resultado es esta lonchería que, de mantener la expectativa, veremos proliferar en la ciudad como hongos después de la lluvia, pues funcionará bajo el concepto de cadena. Quizá por eso muchos de sus productos llegan a su cocina ya preparados, con todos los bemoles que eso conlleva y que, al final, los comensales pagan. Destaca sólo en su decoración.