Lur, que en vasco significa "tierra", es el nuevo restaurante de los chefs Mikel Alonso y Gerard Bellver (Biko), inspirado en sabores hogareños mexicanos, vascos y de otros lugares, sin atarse a nacionalismos. Se encuentra en el segundo piso de la casa que aloja la cafetería Tierra Garat —cuyo propietario es socio de Alonso y Bellver— y el espacio quedó muy bonito, acogedor, luminoso, lleno de plantas, con sillas cómodas, detalles artesanales y su logotipo en los pisos de mosaico y por todos lados. Es decir que en concepto, nombre y decoración lo hicieron muy bien.
Pero lo que más importa en un restaurante es la comida y el servicio. Y ahí quedaron a deber. Fui a visitarlo cuando tenía cerca de un mes de haber abierto, contenta porque al fin iba a probar la propuesta informal de dos chefs a los que respeto y admiro, pero obviamente sin esperar el nivel culinario ni de servicio que brinda Biko (número 65 en la lista de los World's Best de The Restaurant), pues Lur es un lugar casual. Hacía calor y pedí agua simple una, dos veces. A la tercera, en lugar de traerla, llegaron con un carro muy mono a ofrecer aguas de sabores en botellitas de 200 ml (50 pesos cada una) que apenas llenan un vaso; ricas y originales, eso sí. Había en ese momento solamente una mesa ocupada, aparte de la mía y, en las casi tres horas que estuve, el total fue de cuatro mesas. Sin embargo, el servicio fue lento, disperso y desganado: esperé más de 15 minutos por el primer tiempo, y lo mismo para los fuertes, nunca sirvieron pan, no tenían el vino por copeo que pedí (casualmente el que sí tenían era más caro), trajeron unos platos cubiertos de polvo y ni siquiera se disculparon al solicitar que los cambiaran. Para rematar, el mesero que me cobró y dio como explicación de todas esas fallas un "es que apenas abrimos hace un mes", tuvo el descaro de pedir 15% de propina.
La comida, desafortunadamente, no compensó el mal servicio. El aguachile de callo estaba desabrido y la presentación era poco agraciada. El callo de hacha tiene un sabor delicado y un punto de dulzor que no hay que abrumar, además creo que la comida mexicana no tiene que ser picosa a fuerza, pero aquí sí que faltaba sazón; sal, para empezar, que igualmente pedí y nunca llegó. El pescado con alcachofas y refrito de jamón estaba fresco, pero nada más. Las alcachofas en mitades, con un poquito de jamón en brunoise, podían haber llegado de guarnición de cualquier otra proteína, nada las ligaba con el pescado. La hamburguesa de wagyu con foie gras (indetectable) y una empalagosa catsup de tomatillo llegó bien cocida; cuando pregunté por qué ese término, me dijeron que así la sirven ellos. Un desperdicio de buena carne, sobrepreciado en 265 pesos. El postre, centros de dona requemados y peras y duraznos en un almíbar sin rastros del jerez que se describe en la carta.
Quizá un mes no es tiempo suficiente para madurar un proyecto, pero me parece que eso no debe ser excusa; al contrario, justo porque estás conquistando comensales hay que echarle más ganas que nunca, en especial en una zona tan competida como Polanco. Y la discrepancia entre expectativas y realidad a veces es tramposa, y puede que haya pedido los platos más flojos del menú e ido en el peor de los peores días, que haya faltado personal en la cocina, que hayan pagado justos por pecadores, que la Ley de Murphy se haya ensañado como nunca, pero ya estarle buscando justificaciones a tanto desastre indica que algo anda mal. Pero es bueno saber reconocer errores, disculparse de buen modo y a tiempo, para que el cliente considere dar una segunda oportunidad. Ojalá pronto tomen cartas en el asunto y mi experiencia no haya sido más que un glitch en la programación.