Hay algo que no me parece correcto, y es comparar a la cocina con arte (haters: déjense caer. Aquí los espero). Pero lo que sí les puedo decir es que Migrante me recordó algo que ya tenía más que olvidado. La cocina no es arte, pero cuando está bien hecha, desde el concepto hasta la ejecución, sí comunica, y puede hacer afirmaciones tan sociales, humanas y conmovedoras como cualquier otra expresión cultural.
El concepto de Migrante, concebido por Fernando Martínez Zavala, nació desde los últimos días de Yuban, donde Martínez era también jefe de cocina. Nos cuenta Fernando que en esos momentos se servían menús de degustación en donde había platos con recuerdos de otras latitudes, “eso me gustó”, dice el chef. “Yo acababa de regresar de Japón y también pude estar en Grecia. No puedes viajar, aprender y luego no poner en práctica lo aprendido, sería algo injusto tener herramientas y no usarlas.” explica.
En Migrante, Fernando usa técnicas culinarias de todo el mundo. Y basta con echarle un ojo al menú para confirmarlo: baos asiáticos, churros mexicanos, laqueado japonés o confitado y braseado francés. Así comunica su concepto: todas las cocinas han recibido influencias de otras, y han aportado mucho también. No hay una cocina mexicana, hay varias, y todas las culturas alimentarias se deben a otras. Son hermanas y, sobre todo, migrantes (¿será una alusión a las migraciones humanas? eso se los dejo de tarea).
A la propuesta culinaria se suma el diseño interior de Alejandra Medina, que también diseñó el Wine bar by Concours Mondial de Bruxelles. La cocina abierta deja ver a Fernando trabajar sobre una mesa de madera alta y más cómoda para los cocineros que las convencionales; el ladrillo le da calidez al lugar y, para retomar la afirmación de la cocina como algo global, hay un mapamundi cincelado en un muro.
La experiencia es un lujo para los sentidos; nada más ver el diseño de Alejandra vale la pena la visita. ¿La comida? una joya. Probé los bollos de cerdo confitados —unos baos al vapor tan suaves que parecían nubes— rellenos de costilla de cerdo. También unos churros salados con foie gras y calabaza mantequilla y un callo de hacha con caldo de nectarina, chile manzano y limón. Hoy, mi corazón está dividido entre los churros y los bollos de cerdo.
Los cocteles no se quedan atrás; esos también te llevan desde Zapopan —un trago de tequila, manzanilla y chipotle- a Varadero -un coctel de ron, controy, plátano y mango—, pasando por Madrid —con un gin tónic con jerez Tío Pepe y pimiento— hasta San Petersburgo —con una mezcla de vodka, zarzamora y café—. No faltan las cervezas artesanales y los vinos por copeo (eso sí mexicanos) y una selección de vinos por botella, solo etiquetas galardonadas en el Concurso Mundial de Bruselas.
Por sobre todo lo que probé, gana el statement: la cocina está viva, viaja, evoluciona y eso está bien. Nosotros intentamos regresarla a lo tradicional —y debemos, para conservarla— pero su naturaleza es la misma que la de la lengua, la música o la moda: es de todas partes. Ella no tiene patria.
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