La poesía produce un efecto mágico: el conjunto de letras que la conforman se vuelven imágenes sin el esfuerzo del lector. Esto me ocurre cuando alguien menciona la palabra “empanada”, apenas alguien la nombra, ya percibo el olor del pan recién hecho. Puedo viajar por su consistencia trenzada, harinosa, y finalmente, experimento la inmensa felicidad del primer bocado.
La mayoría de las empanadas del Cuartito tienen un estilo árabe, están abiertas por el centro, y su pasta es una especie de contenedor que me recuerda a la figura de un girasol. Pero vuelvo a la realidad. No son las mejores que he probado. La empanada de “verduras al wok” tiene ese sabor inconfundible de los productos congelados, una desgracia para aquella persona que parece dar amor a un producto que no le puede ofrecer nada.
Pero no todo está perdido. No puedo negar que de mí salieron un par de sonidos guturales de placer al probar la de apio con roquefort, y la caprese (jitomate, albahaca y queso) que se lleva modestas palmadas.
El chimichurri no nos ayuda en nada: tiene un sabor pastoso y agrio, por lo que unas gotas son más que suficientes para darle algo de sabor. Hay una mesa llena de salsas que son expuestas como vestigios de otro siglo. Algunas marcas que jamás había visto en mi vida. Me aventuré a probar un guacamole embotellado y una salsa roja que no mejoraron en nada mi empanada. incluso llegué a temer por mi salud.
El Cuartito tiene todo para ser un lugar de culto, bastaría con una rápida visita de Bar Rescue y un par de gritos del chef Ramsay.