Concha y Nata es un lugar pequeñito, sencillo, con un diseño interior cálido y cuidadoso. Lo mero bueno de este lugar son los panes: las conchas, roles de canela o frutos rojos, los productos de temporada como el pan de muerto y la muerconcha (un súper afortunado híbrido entre pan de muerto y concha de vainilla).
Nosotros pedimos un café americano, que está hecho con café Pluma, de Hidalgo. También tienen una carta de tés con propuestas muy cuidadas: si pides un té, te traerán tu teterita llena de flores de manzanilla, lemongrass o cedrón.
Además, siempre hay panes de temporada; a nosotros nos tocó la muerconcha y el rol de calabaza. Aunque su verdadera especialidad son las guajolotas, cumbre de la cultura alimentaria de los citadinos. ¡Y qué especialidad! Acá no es una torta rellena de tamal, es un tamal cubierto con masa de bolillo. Luego hornean todo junto; el resultado es una reinterpretación, “homenaje a la guajolota de las calles”, dice Víctor Funes, uno de los socios de este spot.
Pero esta no es la única diferencia entre la guajolota que comemos en la esquina y la que encontramos aquí. La de Concha y Nata está hecha con ingredientes más variados, y que cambian cada cierto tiempo: hacen pruebas de algunos rellenos un día y cuando se acaban, se acaban. Nosotros probamos la de champiñones y la de chilorio, ¡y fue una joya! El chilorio era suave, bien sazonado, pero a la vez dejaba sentir el sabor del maíz, la manteca del tamal y las notas a masa madre del pan que, más que bolillo, parece una baguette nice.
Cuando llegamos nos dijeron que la porción de la guajolota era generosa, pero, la verdad, nos la echamos sin problemas y hasta nos quedó huequito para más. Por supuesto, en la carta también tienen opciones más ligeras como omelettes, huevos al gusto y quesadillas. Por otro lado, sí es mejor que vayas un día que le des un descanso a tu dieta, porque hay que probar las conchas o conchas bebés —son del tamaño de un cuarto de concha—, los roles, las chilindrinas, los bigotes y (ovación de pie) las orejas.
En cuanto al pan, quizá para las generaciones más jóvenes es difícil dimensionar la dicha de comer una buena nata; todos crecimos escuchando que “ya no es como la de antes” y que “todo tiempo pasado fue mejor”. Seguramente de niña probé auténtica nata, y la que tienen en Concha y Nata me lo recordó e hizo sentir que he desperdiciado el resto de años de vida que tengo. Es como una crema, pero más sápida, más densa (¡hola, grasa!) y con un dejo del trabajo artesanal.
Los socios de Concha y Nata traen este insumo de Zumpango, de un rancho de vacas de libre pastoreo; es decir, vacas felices. Y sí, esa nata sabe a felicidad. Entonces, amigos citadinos, vayan a Concha y Nata a recordar su infancia, sentirse como en casa y a probar una apuesta culinaria bien citadina, pero que demuestra que sí es posible vivir de lo local.