Pocos cafés de especialidad hay en México y uno de ellos es el Rococó. Basta con entrar y ver la ostentosa exhibición de herramientas para extraerlo, entre ellas sifones japoneses, aeropress o dripper, para darse cuenta del nivel de especialización de la cafetería.
El proceso de una taza demuestra un grado casi obsesivo-compulsivo por la calidad. Este no es un café que hace única tu bebida por escribirle tu nombre al vaso, sino porque asegura que detrás de cada trago está un catador que elige el mejor grano, un tostador que extrae las mejores cualidades del mismo y un barista que, aunque sea el que se lleva siempre las palmas, es el último encargado de controlar el aroma, cuerpo y sabor de las bebidas.
Los granos de café son traídos desde Oaxaca a través de comercio justo, y procuran ofrecer más de una variedad. El tostado se realiza en casa y después lo organizan en bolsas, por fecha.
El dueño de la cafetería, Aquiles González Pereyra, es juez de la Competencia Mexicana de Baristas y se asegura de que cada taza servida cumpla con los estándares del Coffee Quality Institute. Si tienes suerte, podrás encontrarlo en el Rococó ayudando a guiar el paladar de los comensales hacia algo dulce, ácido, salado o amargo, según lo que apetezcan.
Todo este conocimiento no es algo que el barista sólo se guarde para producir otra Cup of Excellence, el más prestigioso premio internacional de café, que obtuvo en 2012 y 2013. Aquiles ofrece cursos de cata y preparación de café, en donde pone los secretos detrás de una buena taza al alcance de los mortales.
La especialidad de la casa es el best macchiato doble, una muy buena opción si es tu primera visita, pues presenta el gran sabor de su espresso con un poco de leche, simplemente para lucirse un poquito con el arte latte. La gran variedad de bebidas en el menú está bien contrastada con los platillos que ofrecen, como chapatas, bagettes, bagels y postres. Incluso la selección de tés resulta muy placentera para los errados visitantes que no toleran la cafeína.
Parte de la decoración son donaciones de los comensales, frecuentemente vecinos de la Condesa que se han encariñado con el lugar, pero también obras de artistas emergentes que exhiben y venden en las paredes del Rococó y que cambian cada dos o tres meses.
El espacio es reducido pero muy acogedor y, aunque sea un lugar muy especializado, esto no quiere decir que sólo te encuentras a cafeinómanos agarrando temblorosamente la taza. Hay desde señoras echando el chal hasta los que improvisan la sala de juntas, o el que no necesita más compañía que una bebida y un libro. En fin, todo se conjuga para que la experiencia sea casi como tomar un café en la sala estilo rococó de tu abuela; si fuera barista certificada, claro.
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