En un lunes festivo (uno de esos días contradictorios en los que siendo lunes todo está cerrado) me encontraba caminando, desesperada por encontrar un lugar abierto donde mi amigo (de visita desde Londres) y yo, nos pudiéramos tomar una cerveza, tranquilos, lejos de los tumultos. A punto de desistir, recordé este pequeño lugar justo detrás de Catedral. Un edificio del año 1750 que desde hace siglos –literalmente: cientos de años– es conocido por las figuras de sirenas que rematan su fachada, y que desde mediados de la década antepasada sirve como restaurante y bar para días festivos.
El hallazgo fue grato: los interiores tienen ese gusto atemporal de los muebles viejos, de las maderas centenarias. En la terraza hay una muy bonita vista de la parte posterior de Catedral y del Templo Mayor. (Una advertencia para aquellos que tienen paranoia a los sismos: en la terraza, cada que pasan los meseros, el piso tiembla como si pasara un trailer muy pesado. Quizá para ellos, lo mejor sea pedir la orden en las mesitas que están sobre la acera peatonal.)
El menú es mexicano, mexicanísimo. De entrada una cazuelita de tuétano o de jaiba. Luego, una sopa de ostiones… que hay que decirlo, está picosa. De plato fuerte recomendamos más los pescados que, finalmente, esta casa es de sirenas… Nuestra elección: el robalo al ajonjolí.
Definitivamente es un lugar que visitar si se está por los rumbos: es muy tranquilo, se come rico y resulta perfecto para zafarse por unas horas de ese caos milenario que es el Centro Histórico.