Una fachada tradicional anuncia este tesoro culinario, donde da gusto entregarse al disfrute. La ambientación es impecable: cazos de cobre lustrosos, frescos coloridos y música de la época de oro complementan la experiencia que emana de la cocina.
Su carta incluye platillos clásicos mexicanos, sin concentrarse en una región gastronómica específica; un poco como los greatest hits nacionales: frijoles de la olla, caldo tlalpeño, enchiladas de flor de jamaica, cochinita pibil, mole verde de pepita, chile relleno de queso, pescado a la veracruzana. El servicio es excelente y esmerado por satisfacer al comensal.
Abrió la comida una trilogía de antojitos: sope con chorizo, garnacha con salsa verde y pellizcada con masa de salsa roja y pollo, pequeñas alegrías nacionales que en las manos equivocadas decaen en lo trivial, pero aquí recobran su valor por la sazón de los frijoles refritos y las salsas, y el queso cotija fresco.
Para aquellos como yo que cambiarían su reino por un buen plato de lentejas, la sopa es reconfortante: caldito espeso con trocitos de plátano macho frito, cebolla picada y la primorosa lenteja seduciendo a cada cucharada. Felicidad.
Como principal, la lengua a la veracruzana y el pipián colorado con chilacayote desfilaron hasta la mesa. La textura gomosa de la lengua se acompaña de la salsa veracruzana elaborada al momento con un sofrito de ajo, jitomate y perejil coronado con un chile güero. El platillo juega con el sabor característico de la carne mezclado con la acidez de la salsa que deja la nota dulce del jitomate. Luego, el pipián colorado se degusta espeso, con la textura y el sabor del cacahuate equilibrado, y baña gozoso la tortilla hecha a mano y el arroz rojo. ¿Quieres más? Cierra con la natilla de piñón y enamórate otra vez de la sazón colonial de la cocina mexicana.