No sabemos si es por el tepache –esa bebida casera hecha a base de piña fermentada–, por el servicio al auto, por sus carnes y salsas, por la locación estratégica en la confluencia de dos de las avenidas más transitadas de la ciudad, por ser baratísimos (un taco cuesta 7 pesos, sí leyó usted bien, siete pesos), porque está abierto las 24 horas los 365 días del año, o porque los protege un Cristo enorme y bien iluminado con foquitos al fondo de su estacionamiento.
O más bien es por todo lo anterior junto. . .
Lo cierto es que este feo local (no vamos a mentir: estético no es por ningún lado y su decoración es producto de una mezcla macabra entre el azar y el mal gusto) es uno de los sitios neurálgicos de la defeña ingesta cotidiana de vitamina T, de tacos. Hay de pastor, de suadero y de cabeza. El tepache también es vitamina T (es inexplicable que tan deliciosa bebida sea tan difícil de conseguir en este país). Te los sirven al momento, a una velocidad que ni las franquicias de fast foods de hamburguesas pueden igualar. Sus sabores son equilibrados, adictivos, el tamaño pequeño de sus tortillas es engañoso: cuando menos te das cuenta te has atascado 20 taquitos sin problema.
Han sido clausurados porque ¡ocasionan caos vial en Revolución! Y sí, la gente en sus autos hace fila para entrar al estacionamiento y que te lleven a tu ventanilla los platitos de plástico con esas pequeñas delicias, picantes y grasosas. Claro, también puedes bajar de tu auto y entrar en el localito de paredes de mosaico.
Uno de esos sitios que deberían estar en toda guía turística de la ciudad: un lugar de peregrinación obligatoria para rezarle a su majestad, el taqueshi.