La incoherencia tiene su coherencia. Los encuentros fortuitos pueden ser deliberadamente maravillosos. Sillas del jardín de alguna abuela, la mesa de una cantina para irredentos de ‘la ficha’ o el asiento de un abogado de 1978 son parte del mobiliario en el que se disfruta una cena en Central Onceveintitrés. Desde que observamos el nombre del restaurante sobre madera a la entrada del local, sabemos que para los arquitectos que decidieron darle vida a este lugar, los detalles son la esencia desde el primer contacto visual. Para llegar a la terraza –que se aprecia desde afuera– es preciso atravesar un pasillo que nos lleva al interior de esta casa adaptada como espacio para el flujo de antigüedades y objetos vintage que están a la venta.
Casi de inmediato uno entiende que aquí hay que sentirse como en casa. Y como en todo hogar que se respete, la improvisación es parte del encanto: basta ver el techo armado con desperdicio de las obras del arquitecto Carlos Díaz, fundador de Central Onceveintitrés y uno de los responsables de su decoración. La mesera nos ofrece bebidas y comenta que no hay carta, pero nos platica –algo titubeante– las opciones de entrada (como la ensalada de pera con queso azul) y los sándwiches.
Entre canciones de Muse y The Beatles, esperamos con una copa de la selección de la casa: un tinto Horizonte cabernet montepulciano de Ensenada que resulta una revelación fronteriza. Central Onceveintitreés también es una tienda gourmet con una selección pequeña pero cuidada de vinos nacionales y cerveza artesanal. Lo mismo encontramos la semiclásica Tempus que la Red Pig o las variedades de Madness, además de quesos, charcutería, postres y pan horneado por la cocina, comandada por el joven chef David Bessoudo, quien apuesta por la sencillez, el riesgo inteligente y la calidad en los sabores que otorgan los productos orgánicos.
Nos decidimos por la tabla de quesos acompañada con rodajas de manzana verde y zarzamoras. El queso azul se consagra como Pantone® de sabores apenas se le combina con un poco de pan y fruta, mientras que el cotija –para quien ha estado en una fábrica de quesos– nos devuelve a ese sabor –casi virgen– del lácteo vacuno.
Los sándwiches a elegir para la cena son el veggie, el mediterráneo, el de carnes frías y el marino. Elegimos el veggie, con queso brie, manzana y mermelada de arándano, y el marino, preparado con atún sellado, lechuga y pepino. Ambos se acompañan de papas fritas (un tanto aceitosas) y una ensalada verde con aceitunas, fresca y equilibrada. Para acompañar puede optarse por una picante salsa roja de la casa para la que se recomienda discreción o cerveza. Los sándwiches resuman sencillez y una combinación arriesgada que se resuelve bien en el paladar.
Para los que buscan algo distinto, el chef Bessoudo ofrece un platillo especial cada día. Entre Edith Piaf y el coro “Love me, love me” de The Cardigans, aceptamos que no es publicidad subliminal. En este lugar, donde según nos platica Jimena Díaz, una de las gerentes, también se exhibe y vende obra de artistas emergentes, el enamoramiento es natural.