Mónica Patiño y su hija, Micaela Miguel, se unen en un proyecto gastronómico que rinde homenaje a la viejita que vivía sobre el restaurante Delirio. El lugar es encantador. Para entrar, hay que abrir una puerta de cristal sin letrero que descubre la cocina. Luego, subir unas escaleras hasta llegar a una especie de lobby, con palmeras, helechos y cómodos sillones para esperar la mesa con aperitivos. Los techos son altos, los motivos afrancesados y las mesas están cubiertas con elegantes de manteles blancos. Mientras, un jazz suave satisface los tímpanos de los comensales.
La carta está compuesta de clásicos caseros europeos como ratatouille, espárragos al vapor, papas rústicas o filete de res. El menú cambia frecuentemente, pero la idea es constante: pedir al centro para sentirse en casa y que todos puedan probar el festín.
En las entradas, la más sobresaliente fue el foie gras au torchon hecho en casa. Sin embargo, desde su llegada a la mesa, algunas fallas comenzaron a escaparse al servicio: olvidaron poner los platos, los fuertes llegaron fríos... En general, los platillos son complacientes pero no contundentes; quizá se agradecería que el chef francés Corentin Bertrand le diera toques más arriesgados a la comida casera.
Si entre tantos platillos al centro llegas al fin de la comida satisfecho, guarda el huequito del postre para otra ocasión, pues este es el punto más débil del lugar. La tarta de frambuesa con crema pastelera al jengibre, por ejemplo, resultó un tanto olvidable.
Tal vez fuimos con demasiadas expectativas, tal vez es cuestión de esperar a que se establezcan mejor. Finalmente Mónica Patiño y sus restaurantes se han ganado, a lo largo de los años, la confianza vasta de los comensales de la ciudad.