Un lugar que ofrece aquello que un paladar exigente, pero no ostentoso, necesita para estar satisfecho. El Carolo se integra por dos componentes fundamentales: la tienda gourmet y el restaurante. De la primera, bastaría decir que ofrece los productos obvios de una delicatessen, si no fuera por el tequila en lata que, originalmente, escapa a los conjuntos que de manera ordinaria se venden en estas tiendas. Acerca de su faceta como restaurante, no hay que perder de vista que el estándar en la calidad y sabor de los platillos, es literalmente como el de productos que se encontrarían en un gourmet.
Del mar, sí. De tierra, sí. Del huerto, también. La diversidad es una característica latente en las mesas del Carolo. No sólo por las diferencias gastronómicas, sino por la variedad entre los comensales. Desde abuelos con sus hijos y nietos, hasta una pareja que pudo deshacerse de sus hijos por ese fin de semana, o un grupo de “adultos contemporáneos”. Entendiendo este orden social, también hay que entender la complejidad en el menú. Como entrada y para los marítimos, un tiradito de pulpo de Japón. Si Japón suena a más millas de lo que el paladar puede alcanzar también hay pizzas, y para quienes disfrutan lo rojo, un carpaccio de res con alioli de trufa blanca.
Además de buena cocina, en el Carolo suena una selección musical hecha a mano; folk, noise y rock. Si los comensales cerraran los ojos, inmediatamente se situarían en otra zona geográfica de la ciudad, aunque al momento de abrirlos, se encontrarían con el eclecticismo de una pareja de viejos en la mesa de enfrente saboreando su platillo mientras escuchan a Animal Collective.