Por fuertes recomendaciones de inquilinos de la zona, acudimos a este bistro. En estos tiempos en que los bistros de todos los sabores se expanden en la ciudad, nos dio gusto encontrar que, al menos en este, hasta el dueño es francés. Preferimos mesa en la parte de afuera. Hacia adentro del local, domina una decoración discreta, ya se sabe: los pisos ajedrezados, la pizarra inevitable. También destacaba la silueta del arlequín, que da nombre al local.
Ya sentados en la terraza, el mesero nos explicó el menú del día y las recomendaciones, mientras llegaba el delicioso pan a la mesa. Elegí la sopa de cebolla gratinada de primer tiempo. No es con lo que, en lo personal, yo empezaría una comida, pero intuí que no podía irme sin probarla. Su espeso sabor me hizo entrar en calor. Una delicia. Mientras esperábamos el plato fuerte, pedimos el vino. La selección de botellas es sencilla, a un precio muy accesible y con amplitud de maridajes. Muy en estilo casero, nos lo escanciaron en garrafa.
Mi selección de segundo tiempo fue la carne a la pimienta, con salsa cremosa y trocitos de la especia picante, en el punto exacto para la carne: término medio. Para el postre ordenamos, a sugerencia, la tarta de limón: una suave amargura acompañada del merengue crujiente. Un expreso en tacita otorgaba las armonías complejas.
Finalmente, lo que importa de un bistro, además del menú, es esa experiencia burguesa-bohemia, cosmopolita, de saborear una cocina que es sofisticada desde su origen, pero no en su pretensión. Aquí, en el Arlequín, esto se logra con suficiencia.