Cruzar la Alameda Central es una experiencia apacible y gratificante. Sirve para hacer memoria del México que fuimos y testigos del que somos.
Hace 421 años, el virrey Luis de Velasco ordenó la construcción de un espacio que contribuyera al embellecimiento de la ciudad y al recreo de sus habitantes. Las obras comenzaron un año después, en 1593, y su nombre deviene de los álamos blancos que se sembraron en un terreno recuperado 3 décadas atrás, tras la desecación del lado sur de la laguna. Aunque desde el origen de estos espacios, álamos y parque se fundieron como sinónimos y hay alamedas (jardines) sin estos árboles.
Hoy, la Alameda Central luce un nuevo rostro, lo que no impide recordar que aquí se celebraba la fiesta de Independencia en la década de 1820 o que, 20 años más tarde, entre 1847 y 1848, el ejército estadounidense instaló un cuartel. Sí, muchos han sido los cambios, desde verjas que impedían visitarla de noche –pese a que desde 1898 era iluminada por 2 mil bujías eléctricas–, hasta una librería.
Además, existieron varios proyectos que no se llevaron a cabo, de personalidades como Federico E. Mariscal, Miguel Ángel de Quevedo y Adamo Boari, como un quiosco de cristal, una cafetería y nevería, un invernadero e incluso una montaña rusa, proyectada en 1891.
Quizá el aspecto negativo es el cerco instalado por las autoridades locales, a fin de evitar el ingreso de vendedores ambulantes, mascotas y personas en patines o bicicleta, que esperemos pronto sea sólo un mal recuerdo. La mejor forma de completar el paseo es admirando y visitando los museos y edificios que la rodean.