Hubo una época en la que me preocupaba mucho encajar y cumplir con los estándares típicos de belleza: rubia, delgada, complaciente y perfecta. Prefería callar para no parecer inteligente y asustar a los hombres. El bullying en la primaria y secundaria me habían enseñado que las “cerebrito” no son las más populares con los hombres.
En mi vida laboral dejé pasar el acoso de mis jefes y compañeros; es más, por momentos creí que era exitosa porque ellos me deseaban. No entendía entonces que me violentaban y yo lo estaba permitiendo.
Siempre estuve rodeada de hombres. Solía decir que mi relación con ellos era mejor que con las mujeres.
Ellas, pensaba, eran complicadas, envidiosas y celosas. Aunque nunca me di la oportunidad de realmente conocerlas. La sociedad nos enseña a competir entre nosotras, a ellos les conviene mantenernos separadas.
La familia y la televisión me adiestraron sobre los estándares que debía cumplir: ser la reina del hogar, mantener la casa impecable, tener hijos a mi cuidado, ser la mejor en el trabajo, siempre lista para atender las necesidades de otros, aun cuando significara un esfuerzo físico extremo para mí. Debía ser perfecta.
No me daba cuenta que la perfección me estaba consumiendo. Un día mi cuerpo colapsó y dijo basta. La buena noticia es que llegaron ellas.
Las miraba curiosa, entusiasmada y feliz. Eran las feministas que cuestionaban todo, que no estaban dispuestas a aceptar el rol que nos impusieron; que gritaban por las mujeres asesinadas aunque no fueran sus hermanas de sangre, pero sí sus hermanas de género.
Ellas me enseñaron a ser solidaria, a llorar y reír juntas; me escucharon y me enseñaron que no era mi culpa, que estaba bien flaquear, que es aburrido y agotador ser perfecta.
Hoy estamos juntas y somos más fuertes. Juntas, felices e imperfectas.
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