Ir al cine solo es una actividad que todavía está un tanto estigmatizada (solemos asociarla a ciertas prácticas de socialización: la cita, el faje, la salida en grupo, puede ser incluso una costumbre familiar), pero va ganando terreno: la última vez que fui al cine había otras tres personas solas en mi fila. Ni los libros ni la música ni la pintura nos hacen llorar tanto, no hay arte más lacrimógeno que el cine, y tal vez esa sea una de las razones por la que algunos preferimos ver películas en soledad. Hay una secuencia —que vi solo— de Los soñadores de Bertolucci, con resabios biográficos, en la que el protagonista va religiosamente a encerrarse en salas oscuras de cine, siempre se sienta hasta el frente, nadie lo acompaña a salpicarse de esas imágenes, quiere ser el primero en asimilarlas y no quiere distracciones. Siempre pienso en ella cuando los asientos contiguos al mío están vacíos y se apagan las luces.
La Cineteca es una suerte de oasis en medio de un desierto de aburrimiento. Por ejemplo, hay pocos lugares mejores para ver la puesta del sol en la ciudad que desde el último piso de su estacionamiento, o para acostarte en un petate a ver una proyección al aire libre con un helado Roxy, o para comprar algún libro y leer mientras esperas a que comience la función, o incluso para tomarte una cerveza y cenar. En la Cineteca puedes pasar un día entero sin sentir la necesidad de hablar con alguien más.