Después de meses de confinamiento, en los que he salido relativamente pocas veces sola o con mi familia, en la que me produce miedo e incertidumbre ir incluso al OXXO o al banco, me animé a conocer a un lugar bastante peculiar. Se trata de Break Out, un cuarto de ira, ¡sí, de ira! Aquí es válido romper objetos como televisiones inservibles, máquinas viejas de escribir, llantas y botellas de cervezas, para liberar toda la furia y el estrés contenidos durante el aislamiento.
Primero tomé precauciones. Hablé con Diana, la dueña, quien me explicó cómo sería la logística sobre las medidas sanitarias, el tiempo que dura la experiencia (de 45 minutos a 1 hora) y cómo me protegería. Me dijo que me entregarían un overol (aunque preferí usar una chamarra gruesa), me pidió llevar zapatos como tennis o botas y calcetines largos. Acordamos el horario y listo.
Con esta información en mente, llegué al lugar. Tras pasar por el filtro básico de temperatura, tapete sanitizante y gel para manos, esperé en una pequeña sala. Pocos minutos más tarde me dieron un casco con un visor protector y guantes previamente desinfectados.
Entré a un cuarto, conocido como “Black Room”. Me sentí en una bodega abandonada rodeada por martillos de diferentes tamaños, un punching bag, ladrillos…
La primera actividad consistió en romper botellas de cerveza contra un muro. Unas se quebraban, otras solo caían al piso. Mientras tanto, diferentes canciones al fondo, desde ópera hasta rock pesado, animaban la experiencia.
Quise romper la televisión vieja. Debo decir que, en cada martillazo, algo se movía dentro de mí. Emociones contenidas durante mucho tiempo. Recordé la muerte de mi mamá, el enojo que me produce su ausencia, los planes que no se concretaron, tratar de explicar lo inexplicable… Me dieron ganas de llorar, maldecí un poco (lo confieso), me permití gritar y decir algunas groserías. Me di permiso de ser alguien que me cuesta mucho trabajo dejar ser.
Calor y sudor en el cuerpo. Corazón acelerado. Cansancio.
Al terminar, pasé al “White Room”, el opuesto al cuarto anterior. Ahí vi una foto de Buda, lámparas de papel colgadas sobre el techo y con aromaterapia para relajarse. Me acosté sobre una cama de masaje y escuché una meditación guiada con biofrecuencias sonoras y vibracionales.
El ying y el yang. El equilibrio de contrastes. Destruir para crear una nueva energía reparadora. Sin duda una experiencia diferente que valió la pena vivir en un año tan surrealista como el 2020.
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