La primera vez que manejé por el Eje Central y pasé por Garibaldi, tuve que esquivar mariachis y hacerlo sin chocar ni atropellar a nadie. Un José Alfredo suicida es un obstáculo que sólo pondría un cínico en un videojuego, pero en esta realidad están desparramados a la mitad de la avenida en todo el diámetro de la plaza.
En esta ocasión me encaminé hacia allá en sábado, antes de las 9pm para encontrar buena mesa en el Tropicana y no pagar la entrada (aunque también dicen que es un after infalible). Ya en la plaza, dejé el coche en el estacionamiento –que cuesta 28 pesos la hora— y navegué en un mar de mariachis de todos los colores y sabores hasta llegar al salón. Ese espacio libre de mariachi es como la Franja de Gaza cuando hay cese al fuego, un terreno de ocupación salsero con sabor cubano bajo la jurisdicción de territorio charro.
Al cruzar la puerta de “la catedral de la salsa y la rumba,” los ritmos y colores cambian por completo. Cuando tomé una mesa y me puse a observar cómo estaba la cosa, sonaba una rumba caderona. Pedí un mojito y un guacamole. Después de la rumba pusieron merengue y después del merengue ya estaba bailando una salsa afrocubana con un señor bigotudo que parecía tocar la trompeta allá afuera, luego de ponerse una buena bailada.
A las 10pm comenzó a tocar la banda invitada. Portaban guayaberas coloridas y sombreros de paja. Eran excelentes. Toda la gente bailaba, normalmente en parejas, y lo hacían muy bien. Muchos parecían ir seguido, otros se veían como turistas en su propio país… como yo.