Cuando a Tlalpan se le van apagando los puestos de ambulantes y el bullicio del Metro Portales, algo cobra vida: las risotadas de los borrachos de las cantinas de la zona, las lentejuelas de los vestidos de las prostitutas y las luces del salón de baile California Dancing Club: “el Califas”.
Si el baile es una religión, aquí está su templo. Los fieles llegan puntuales, incluso en domingo, para mover las caderas al ritmo del sonido de las agrupaciones latinas en vivo. Hoy el culto lo dirigen Las Estrellas Andinas. En otros tiempos, fue la mismísima Celia Cruz o la Banda El Recodo quienes dictaron la ceremonia.
El Califas es la postal de la cumbia (o del danzón, en lunes): “popular, barato e imparable”.
Popular, porque aquí la rumba no tiene código postal ni edad. La cita es para todos y todos entran. Desde quien llega en tenis y leggings untados al cuerpo, hasta la mujer veterana vestida de lentejuela y pluma en el peinado. Todos atraviesan un largo pasillo adornado con fotos de cuando Resortes y Cantinflas visitaron el California y de titulares de periódicos que, en su tiempo, anunciaron: “¡La Vero (Castro) se llevó la noche en el Califa!”.
Barato. El vaso de refresco cuesta menos que un viaje en Metrobús: cinco pesos. Ya si quieres chela, habrá que invertirle 30. Si el hambre apremia, los tradicionales sándwiches de lunch solucionan el problema. Eso sí, hay que llevar efectivo y los 120 pesos de rigor del cover.
Imparable. El California no descansa. Los domingos hay casa llena y banda en vivo desde las 6pm hasta la madrugada. Incluso algunas crónicas relatan que no cerró cuando hubo un incendio al interior del salón, ni cuando los músicos se pusieron en huelga y abrieron su propio recinto de baile.
¿Qué tiene el California Dancing Club, además de su acta de nacimiento fechada en 1954, que no tenga otro lugar de la ciudad? Una experiencia colectiva dentro de un lugar sórdido y clásico donde hay una taquilla de cine antiguo (como lo fue antes), unas butacas escondidas para echar la pasión, un enorme corazón flechado en el techo, unos baños maltrechos (donde, por cierto, te venden ropa por si no fuiste preparado) y una bola disco, que no se ocupa porque se baila con la luz prendida.
Además, los fantasmas han dejado historias aquí. Como la del exvisitante frecuente Carlos Monsiváis, quien pidió que sus cenizas fueran dispersadas en el piso y que la gente bailara danzón sobre ellas en horario estelar. Mientras, los creyentes, que no fallan cada fin de semana, veneran su santuario. Nosotros, los “turistas paganos” que vamos sólo a vivir la experiencia, lo respetamos como lo que es: la catedral del baile en México.