En estaciones como Cuitláhuac, dos antes de llegar a Cuatro Caminos, donde acaba la ruta de la Línea 2 del Metro, al nororiente de la Ciudad de México, se empiezan a sentir una que otra invasión de miradas provenientes de tipos con el cabello a lo casquete corto: rapado de las orillas y con una mata de cabello sobre el cráneo.
Algunos suelen llevar gastadas botas militares con agujetas blancas, pero su ropa es como se suele decir comúnmente: de civil.
Son tipos de una masculinidad ruda, morenos todos, macizos, no obstante van dentro de los vagones con el radar gay encendido. Saben detectar a sus posibles ligues. Con los jovencitos de ropas entalladas y cortes de cabello disparejos no hay pierde, poco falta para que se les abalancen en un arrebato de pasión.
Esos mozalbetes delgaduchos, que se cuelgan morrales con las asas en un solo hombro, son coquetos y la seducción entre ellos y los hombres de casquete corto y masculinidad ruda es más bien un jueguito de darse a desear, cotizarse.
Los sábados, entre las seis y las siete de la tarde, los vagones de los trenes naranja que se dirigen rumbo a Cuatro Caminos se empiezan a vaciar considerablemente a partir de la estación Cuitláhuac, espacio que aprovechan los hombres de masculinidad ruda y los flacuchos para coquetear más a sus anchas.
Desde luego no estamos solos, hay otros hombres que vienen de sus trabajos. Uno de ellos, que llena formularios con personas fantasma, se percata de la seducción entre postadolescentes afeminados y militares sin uniforme. Ve a los jovenzuelos primero y luego al militar como si estuviera viendo un partido de tenis. Después decide regresar a lo suyo, aunque enarca las cejas como en señal de desaprobación. También hay algunas señoras, pero ellas van más concentradas en apaciguar a sus criaturas y de cabecear de vez en cuando, vencidas por el sueño.
Hay otros varones con los que hay afinar el radar gay, pues su gusto por el mismo sexo no queda del todo claro. Por ejemplo, no usan las mochilas echándose las dos asas en el mismo hombro. Quiero pensar que yo soy de ellos. Uno de esos posibles militares hace intentos de cruzar miradas conmigo y cuando cree haber enganchado el anzuelo, fija sus ojos en mi rostro poniendo la mano sobre la bragueta, moviéndola ligeramente de arriba a abajo. Es inevitable sentirme paranoico.
Los trenes de la línea 2 del Metro defeño son actualmente de los más vigilados, y no por cuestiones de inseguridad.
Los policías que rondan los vagones se encargan de que los homosexuales no armen orgías cómo hasta hace poco sucedía en el último vagón de la última, o penúltima corrida de trenes de la línea 2, a eso de la medianoche, poco antes de que cerraran las estaciones. Le decían "la cajita feliz".
La mayoría de los hombres lo abordaba en la estación Hidalgo y aprovechaban el trayecto entre una estación y otra para tener sexo.
Las autoridades se percataron de las supuestas orgías, tras varias denuncias de usuarios. Se implementaron medidas como prohibir el uso en general de los dos últimos vagones de los trenes de la Línea 2 del metro después de las 11 de la noche. Desde la clausura de la "cajita feliz" es común ver policías caminando de un extremo a otro, vigilando todo lo que ocurre en el subterráneo.
Rumbo al paraíso sardo
Las puertas se deslizan y hay que abandonar el convoy. He quedado con una pareja que renta un departamento no muy lejos de aquí, dos tipos reventados que recientemente acaban de rebasar los 40 años, habitan uno de los edificios de la unidad habitacional de Lomas de Sotelo.
Son muy agradables pero, sobre todo, entrañables anfitriones. Su único defecto es ser devotos de Mónica Naranjo. Los contacté hace ya varios años mediante una página de internet y nos montamos un trío que duró varias horas. Conocen muy bien su barrio, incluyendo los bares gay frecuentados por militares.
Como lo prometieron, me esperan en el pasillo U del gigantesco y percudido paradero de la terminal Cuatro Caminos. A lo largo del trayecto, es común encontrarte con estanquillos atendidos por militares en uniforme verde oficial, ofreciéndote panfletos y fotocopias. Te invitan a unirte a las fuerzas armadas, en medio de puestos ambulantes que ofrecen lo mismo que accesorios electrónicos, peluches o rebanadas de pizza.
Me dicen que hay dos formas de llegar: tomando cualquier "micro" que nos deje en Pericentro o caminar sobre la Calzada de Ingenieros Militares. Si voy con ellos no hay tanto peligro y no está lejos como para hacer uso del transporte.
La mayoría de los bares gay frecuentados por militares se encuentran a la vuelta de Pericentro. Ahí está Los Navegantes, quizás el local más famoso de la zona. A eso de las seis de la tarde de un sábado ya hay bastante ajetreo y ninguna mesa disponible. Los militares aquí no andan uniformados, pero sabes que lo son por su pelo corto, sus espaldas erguidas y su miradas, libidinosas pero intimidantes, capaces de erizar los huesos. Llevan pantalones de mezclillas y polos a rayas o camisetas con garabatos impresos que dicen Ed Hardy. Probablemente haya más gente de lo habitual por ser un sábado de tarde libre para muchos militares.
La otra parte de la clientela la componen los jovenzuelos cuya labor, inconsciente, es la de darle la identidad gay al local, por lo afeminado de su euforia, escandalosa y desvergonzada. También hay un par de travestis que según los parámetros del IMSS deben ser parte de la estadística de obesidad. Cuando llegamos suena “Rolling in the Deep”, de Adele.
Es difícil averiguar quién caza a quién en un lugar como Los Navegantes. Quién es el la fantasía de quién. Los jóvenes afeminados parecen vivir un sueño andrógino de ser la noviecita de pueblo de cualquiera de los machos al servicio del ejército nacional, pero estos también parecen encontrar en su delicadeza un punto de fuga a una fantasía retorcida.
Un hombre de los de casquete corto me cabecea y le devuelvo el saludo. Nos pregunta qué hacemos en un lugar como Los Navegantes, pues es evidente que no somos clientes frecuentes.
"Aquí puro sardo o jotito cabaretito que buscan marido para lavarle los calzones, ustedes se ven como que les gusta Café Tacuba" nos dice.
Según nuestro nuevo amigo, muchos de los que vemos son hombres que tienen mujer y tres o más chiquillos en alguna parte de la república, a varios kilómetros de distancia. Sólo vienen aquí besuquearse con jovencitos y agarrarles las nalgas. Los más "aventados" se los llevan a hoteles para rematar la noche.
"Si les preguntas, lo más probable es que te digan que ellos no son maricones y hasta te pueden romper la nariz por el simple hecho de insinuarlo. Se cogen a hombres pero no se asumen como putos" nos dice asumiendo su papel de guía de turistas.
El año pasado, la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) reconoció que de entre sus reclutas existían 239 soldados diagnosticados con VIH, además de que "cinco capitanes primero y cuatro capitanes segundo, 17 tenientes, 19 subtenientes, 19 sargento primero, 48 sargento segundo, 66 cabo y 54 soldados" ya reciben tratamiento antirretroviral, según el informe de la SEDENA.
Paso redoblado
El documento añade que además de las campañas de sexo seguro que promueven dentro de sus cuarteles, repartieron un millón 653 mil 678 condones, de los cuales, ninguno se ve por aquí.
Pasos adelante está Las Weras, un local similar a Los Navegantes, aunque un poco más percudido y mostaza. Aquí hay menos grupos de amigos y más hombres solos buscando acción. Los jovencitos aquí no figuran, su lugar lo ocupan hombres sencillos de camisas desabotonadas y pantalones con pinzas grises o negros.
Nuestro guía nos advierte de algo. Hay que tener mucho cuidado al momento de levantar "wachos" en un lugar como éste. Dice que hay mucho soldado desertor que cobra por los acostones, pero no te sueltan la tarifa hasta que, en algún motel de la zona, ya tienes el cinturón en los tobillos.
No es que sean frecuentes, pero cada determinado tiempo algunos militares les propinan madrizas a los ligues que se resisten a pagar por el placer de estar en los brazos de un soldado raso. No se puede negar el encanto de esta clase de varones. En el argot gay les decimos chacales y son muy cotizados en la fantasía homosexual capitalina, pero los riesgos son altos, desde contraer chancro hasta que te partan la madre, o ya excitados y encuerados se puede ser presa de un secuestro.
Es hora de despedirnos. La situación es embarazosa: es obvio que nuestro guía quiere seguir la fiesta con nosotros, pero mis amigos han movido la cabeza de un lado a otro en rotuna desaprobación. Es hora de volver. Además, tengo que pagarles el favor.