Pablo recuerda que este fue su primer antro gay. Es muy probable que sus padres todavía no supieran que era homosexual pero él ya se metía a los subterráneos estrobos de unos de los primeros clubes que se atrevieron a colgar una bandera de arcoíris en la Zona Rosa, cuando ésta no era ni un suspiro de lo que es hoy. a principio de los noventa.
Por casi una década El Taller fue la fantasía de testosterona hecha realidad, sin tener que viajar a San Francisco, California. Sólo podían entrar hombres y en ocasiones no cualquiera, había que dejarse el mostacho, ponerse los jeans más ajustados y chamarra de cuero, a la Village People.
La entrada constaba de unas escaleras metálicas que te conducían a un amplio sótano oscuro decorado con engranes en las paredes. Después de la barra había más tubos y al final una pista de baile que convulsionaba bajo un juego de luces. También fue un sitio en el que podías escuchar mezclas con lo más avanzado de música electrónica, house y dance recién salido del horno de los suburbios de Chicago. Creo que fue el primer cuarto oscuro que conocí en mi vida.
Con la avalancha de antros gay, El Taller cayó en un deterioro lamentable para luego cerrar sus puertas definitivamente.
Para suerte de muchos, recientemente reabrió. Pablo y yo nos dirigimos a la barra mientras jugamos a encontrar las diferencias del nuevo Taller con aquel en donde salimos del clóset. Lo han dejado casi intacto, a excepción de que las paredes ahora son amarillas con franjas negras, como señales de tránsito. El DJ programa una que otra secuencia dance pero básicamente se concentra en poner éxitos bailables de los ochenta. Si bien es inevitable que caiga en lugares comunes, sorprende con sencillos de Heaven 17, Yazoo o New Order.
Da la impresión que de momento no se llena como en sus tiempos de gloria, pero ya entrada la noche se pone interesante. Y para los que gustan de las emociones fuertes, con El Taller también ha regresado su cuarto oscuro.