Apolonia

#TheNewPlaceToBe, dice en su página de Facebook. Aunque la frase es pretenciosa, uno se la puede creer: la decoración de Apolonia es linda, muy contemporánea, muy neoyorquina. La ubicación también está bárbara, porque está juntito al Mercado Roma y, para quien esté comiendo ahí, ir por unos tragos después a Apolonia debería ser un paso natural.

Cuando llega la carta de cocteles –todos con la descripción de una historia según la cual están inspirados–, pido un father’s example (whisky con té verde, pimienta verde, Chartreuse del mismo color y limón). Recibo, por segunda vez, un “ese no lo tenemos, señorita”. Intento con un tercero y se repite el patrón anterior. “¿Entonces qué hay?”, pregunto, y el mesero –de manera muy amable– me recomienda el quetzalli (ginebra, limón amarillo, damiana, col morada y jarabe).

Cuando leo el último ingrediente, me entra una duda. “¿No será muy dulce?”, pregunto. Luego aclaro, “es que no me gustan los tragos MUY dulces”. El joven me asegura que no lo es y que, si el coctel no me gusta, me lo cambia.

Lo que pasa a continuación es una peripecia absurda: el quetzalli resulta empalagoso a los dos primeros tragos, por lo que pido que me lo cambien por un coctel que parece más fresco, el nephos sour (gin, pisco, limón amarillo, clara de huevo, otra vez jarabe y vinagre de frambuesa). Lo hacen, sí, pero desde ese momento, el servicio que había sido ejemplar, decae al grado del comportamiento pasivo-agresivo. Fatal.

Para cambiar el mood, pido unas ostras de su raw bar. Por cuatro ostiones, dos almejas chocolata y dos cocteles, la cuenta asciende a los 500 pesos. Una relación calidad-precio bastante injusta, considerando lo frustrante que fue la experiencia.

Apolonia podría ser un muy buen lugar, pero mientras mejoran estos detalles, puedes ir a la Cantina Riviera del Sur. Con unos tacos de lechón y una cerveza bien fría, uno se olvida rápido de los males del bar anterior.