Mirándolo de manera pesimista, el Palacio de Bellas Artes es un Frankenstein arquitectónico. De manera optimista, es un edificio de arquitectura ecléctica. De manera meramente funcional, es un catálogo de mármoles finos de todo tipo.
Pero estamos siendo irónicos. Evidentemente se trata de uno de los monumentos más importantes de la capital que, junto con el Palacio de Gobierno, el de Minería, otros palacios más de la nobleza novohispana, más el de los Deportes y otro que es una tienda departamental, dan a esta muy noble y muy leal Ciudad de México el mote de Ciudad de los Palacios.
Iniciada su construcción en 1904 durante el Porfiriato, y finalizados sus interiores en las décadas posteriores a la Revolución, su diseño va del neoclasicismo afrancesado del siglo XIX en su fachada, al art noveau de su sala de conciertos con su vitral gigantesco que sirve de telón y pesa 24 toneladas, y de ahí al art decó de su vestíbulo. Y si le añadimos la arquitecturas ochenteras y noventeras de sus añadidos más recientes, tenemos un panorama pintoresco, por decir lo menos. La obra inicial es del arquitecto italiano Adamo Boari (1863-1928), y fue finalizada en 1934 por el mexicano Federico E. Mariscal (1881-1971).
En su interior, se despliegan varias salas de exposiciones para expresiones museográficas de artes plásticas e historia, y dominan sus paredes algunos de los murales más imponentes de los grandes muralistas mexicanos: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Jose Clemente Orozco, Roberto Montenegro y Jorge González Camarena (que a su vez, vienen a condimentar la de por sí prolija oferta estética del inmueble).
El teatro del Palacio de las Bellas Artes es el foro por excelencia de las funciones de la Ópera de Bellas Artes y de la Orquesta Sinfónica Nacional, y siempre tiene una oferta muy interesante de las expresiones más cultas del arte universal.