Libertad. Es lo primero que viene a la mente cuando pienso en la acción de restablecer algo. Podría decirse que es un lugar común; sin embargo, recuerdo que ese derecho inalienable es apenas un sueño para millones de personas. Todos ocasionalmente nos engañamos pensando en nuestras libertades como algo dado: la historia demuestra que no es así. Y si no es la historia, entonces el arte mismo funciona como despertador, provocador y herramienta de análisis del entorno mismo. “La libertad consiste en nuestro derecho a cuestionarlo todo”, confirmó Ai Weiwei (China, 1957) hace 10 años y así, en una breve oración, podría resumirse una vida entera dedicada al arte y al activismo.
Nacido en una familia de escritores perseguidos por Mao Zedong —fundador de la República Popular China—, Ai Weiwei vivió y se formó entre China y Estados Unidos; profundamente influido por las dolencias de su país natal y por el país del norte, donde absorbió la cultura local y su relación con el arte. Su trabajo cada vez se tornó mucho más crítico y llamó la atención de la cúpula política por su postura desafiante, pronto se convirtió en enemigo del Estado y su ideología antidemocrática.
En el universo estético de AiWeiwei no hay distinción entre arte y política o, mejor dicho, todo arte es político. “Hago activismo justo para defender mi arte, por mis derechos esenciales. Para protegerlos me convertí en un activista y eso es inseparable de mi trabajo. El arte necesita protección, así como la libertad de expresión. Por medio del arte genero un discurso y a través de este puedo continuar con mi trabajo”, detalló en entrevista para Time Out London.
Foto: © Ai Weiwei/Cortesía Time Out London
En su quehacer artístico nada es sagrado, todo está sujeto a debate, señalamiento y reinterpretación. Esto queda demostrado al observar algunas de sus piezas más controversiales como sus estudios de perspectiva o el performance Dropping a Han Dynasty Urn, en el que dejó caer una urna ceremonial de la dinastía Han de dos mil años de antigüedad; la acción quedó plasmada en una serie fotográfica que atrae miradas dondequiera que se le exponga. Es un acto a contracorriente, pone en entredicho el papel del artista como “creador de cosas” para convertirlo en “destructor”, y el de la tradición milenaria como “herencia cultural” para señalarla como atadura o mercancía.
Su arte no es un fin en sí mismo, sino el comienzo de los debates que necesitamos desesperadamente en la esfera social contemporánea.
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