Después de tomar la línea 12 del Metro, el microbús hasta San Pedro Tláhuac y finalmente el camión que dice "Hacienda", llegarás a un curioso pedacito del fin del mundo, a un finis terrae defeño lleno de polvo, perros callejeros (que te amarán si les dejas un pedacito de pollo), un paisaje de milpas, soleadísimo, desconcertante. Me refiero a la ex Hacienda de Xico (Adolfo López Mateos s/n, Cerro del Marqués). Suena terrible, pero vale la pena asomarse para conocer el museo comunitario y hablar con el encargado, quien conoce, como pocos, la historia del lugar. Podrá relatarte de cuando Hernán Cortés construyó aquí una hacienda que más tarde reformaría un asturiano que, a la sazón, desecó casi todo el Lago de Chalco.
Que la plática no se extienda demasiado porque todavía hace falta lanzarse al centro de Chalco, nada lejos, y admirar la catedral dedicada al apóstol Santiago, ese que solía aparecerse en las batallas de los españoles para ayudarlos a conquistar a los lugareños. Una inscripción recuerda que aquí murió Martín de Valencia, personaje relevante para la conquista espiritual de esta parte del mundo. También tendrían que visitarse la Casa Colorada, erigida en los años treinta del siglo XVI para albergar un embarcadero y, casi enfrente, la Cremería Chalco para comer frutas congeladas, típicas de esta antigua población.
Los más románticos se emocionarán cuando evoquen a Hernán Cortés y sus soldados, capitanes y aliados mesoamericanos transitando por estos paisajes fríos, verdes, vetustos, en su camino hacia la inigualable Tenochtitlan. A ellos recomiendo extender el paseo más allá: en Tlalmanalco, por ejemplo, con su exconvento franciscano que parece que casi nadie visita y que por lo tanto se puede recorrer a sus anchas. Su capilla abierta es famosa porque quedan pocas tan bien conservadas en el continente. Tlalmanalco (bonita palabra nahua que quiere decir "tierra aplanada") fue un lugar importante durante los primeros años de la Nueva España, ya que antes había pertenecido a un noble mexica emparentado con Moctezuma Xocoyotzin. Mismo caso con otras localidades como Cuautitlán o el próximo punto de este recorrido por el oriente de nuestra ciudad: Amecameca.
Poco antes de llegar a la ciudad, en el kilómetro 58 de la carretera federal México-Cuautla, puede verse un anuncio que saca de onda, divierte y atrae: "Parque de los Venados Acariciables". Sugiero detenerse, registrarse, acariciar a todos los venados posibles, comer en el restaurante campirano, entrar al aviario, subirse a la tirolesa, recorrer el laberinto, remar y al caer la noche pedir una habitación (todas miran a los volcanes). A la mañana siguiente se puede visitar el cercano Parque Nacional Izta-Popo Zoquiapan, o bien, irte directamente a un delicioso hotel en el valle de Amecameca para relajarte, leer la crónica de Bernal Díaz del Castillo y prescindir de la electricidad por la noche.
En la mañana, pintar los volcanes como hizo Diego Rivera aquí mismo y ver la capilla decorada con arte contemporáneo: la Hacienda San Andrés en Ayapango. Se trata casi de un secreto, así que no hay que contarle a mucha gente. Además, hay pocas habitaciones. El dueño es hijo de un escultor célebre y fue productor de un cineasta igualmente célebre. No diré nombres para que te queden ganas de preguntarle. ¿Y si lo haces este mismo fin de semana? ¿Y si te quedas a vivir en el hotel? ¡Me invitas!
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