Cada año hay un restaurante del que todo el mundo habla. En 2012 fueron Belmondo y Maximo Bistrot, en 2013, Quintonil, y aunque Puebla 109 abrió oficialmente en noviembre del año pasado, se perfila para estar entre los sobresalientes de 2014.
Todo empezó hace dos años, cuando Ricardo Franco decidió rescatar, junto con Marcela Lugo y Antonio Dib, una casa de principios del siglo XX y poner un lugar ahí.
Puebla 109 es diferente a otros lugares por una variedad de razones. Su primer piso (y el único abierto para todos) es un bar con un diseño un tanto nostálgico: materiales avejentados, mobiliario sesentero y, sobre dos paredes desgarradas con ladrillo expuesto, un mural de Marcos Castro (¿sobre el asesinato de la mamá de Bambi?) que, en mi opinión, se siente un poco fuera de lugar con el resto de la decoración. La luz es bastante tenue incluso de día, y el ambiente de abajo es tan relajado que puedes jugar dominó o ajedrez ahí (las mesas tienen tablero de ajedrez como en los parques; el pulido es perfecto para jugar dominó e incluso las patas tienen espacio para poner tu vaso). La verdad es que si alguien quisiera jugar dominó iría al Covadonga, que está a sólo una cuadra, y dudo que alguien jugara ajedrez en esas mesas a menos de que sea por pose.
El menú del bar/ restaurante es creación de Eduardo García, el dueño y chef de Maximo Bistrot, mientras que los cocteles fueron creados por David Mora, mixólogo del Romita. La calidad de ambos es excelente: los dos son considerados entre los mejores de la ciudad en sus campos, tanto por sus sabores como por sus innovaciones. No obstante, la comida nunca llega a ser tan buena como en Maximo: el menú es más casual, aunque los precios son igual de caros. El de Maximo, aunque cambia a diario, se siente más inspirado, arriesgado y más rico. Esto, por supuesto, no significa que vayas a salir decepcionado. Destacan el carpaccio de pez vela con ensalada de hinojo; la ensalada de quinoa, maíz rostizado y girasol; la crema de poro y papa, con aceite de trufa y cebollín; el short rib braseado en vino tinto, con puré de papa; y la pesca del día, con risotto de alcachofa. De postre, el pastel de chocolate sin harina, con fresas y helado es infalible.
Entre los cocteles, destacan el aperitivo 109, el mahui punch (agua de coco, plátano dominico y hojas de albahaca con Ketel One como destilado), el mexican shrub (“shrub” de frutos rojos —el menú peca de pocho en varias ocasiones—, Zacapa 23, semillas de cilantro, jugo de toronja y un toque de cilantro fresco). En general, lo que pidas es rico. Además, el lugar presume más de 70 etiquetas de vino en su cava. Otra cosa que llama la atención es su extensa lista de infusiones de tés.
Aunque la parte de abajo es bastante a gusto, en realidad lo que más merece la pena del lugar son sus pisos superiores, a los que sólo puedes tener acceso si eres miembro, lo cual convierte a Puebla 109 en una especie de club privado. Además de un salón común, con mucho mejor iluminación y diseño que abajo, la parte de arriba cuenta con tres salas privadas para eventos o juntas y una especie de galería. No es un lugar abismalmente diferente a los demás, pero son detalles como los descritos anteriormente lo que lo distingue de los otros.
Sin embargo, por más padre y conveniente que sea tener una membresía, vale la pena preguntarse, ¿para qué vas a un lugar? ¿Para disfrutar de la comida o las bebidas? ¿O para ser visto? ¿Es este el inicio de una nueva tendencia, en la que los bares y restaurantes van a volverse igual de exigentes en su entrada que los antros? Esperemos que no.