Pareciera una cantina de esas que llevan en su sitio ya varios años, un lugar de tradición de la Roma, como podría ser La embajada Jarocha o El Covadonga… pero no. Lo que pasa es que lo hicieron bien. Hallaron una esquina que pareciera discreta, casi aleatoria, a pesar de que esa acera de Orizaba se ha llenado de barecitos de pocas mesas para el mismo tipo de público: el habitante desenfadado de la Roma. Ese que si no es escritor o cineasta, entonces es pintor, antropólogo, o arquitecto bohemio.
Aquí lo que rifa son los mezcales. Hay amplia variedad de marcas (aunque rara vez suelen tenerlos todos en existencia). De hecho, por lugares como este es que empieza a ser costumbre esa frase de la desesperación urbana contemporánea: “Urgen unos mezcales”, “Mezcal necesario”, “Tenemos que echarnos unos mezcales para platicar de eso”. Esta curiosa situación divide a la concurrencia entre los existencialistas (que están ahí para que el mezcal encauce sus conversaciones e ilumine sus vidas) y los hedonistas (que están ahí para pasárselo bien más que nada, qué necesidad hay de andar elaborando complicaciones a la existencia), y unos y otros se reparten pacíficamente las mesas del interior y de la banqueta.
La cocina cierra pronto, por lo que es preferible atascar primero y beber después y no al revés. El surtido de quesadillas es sumamente digno y bien servido, cubiertas de crema y lechuga y salsas que pican con autoridad.
Aquí hay que llegar temprano, antes de que se ponga el sol, y quedarse ahí bebiendo, filosofando, gozando, platicando, hasta bien entrada la noche.