Está uno caminando tranquilo en la noche por la Roma hasta que, al topar con el número 88 de Frontera, todo parece indicar que han instalado un portal dimensional a Bosques de las Lomas.
Ink es todo menos un mal lugar. Que yo crea que no tiene absolutamente nada que ver con el espíritu del barrio, no impide que acepte que es uno de esos lugares llamados a tener –con justa razón– la mote “uno de los más trendy de la ciudad”: música electrónica de buena calidad, banda fresa (todos hiperproducidos, como es de esperarse), gin tonics –lo que vale la pena pedir para que el trago llegue rápido–, precios altos, propinotas obligadas y gran capacidad. Al parecer, caben 700 personas en la parte de arriba –donde está el bailongo– y otras 100 más en la parte de abajo, con más espíritu de bar y estilo de la movida nocturna-electro europea: techos altos, muchas luces y djs protagónicos.
Es perfecto para esas noches en las que aplica el “me voy a volar la cabeza”, porque el concepto y la construcción invitan al exceso. La verdad es que hay que ser joven: hay gente en sus tempranos 30 –esos aferrados–, pero predominan los que ya están a finales de los 20, que se la pasan ligando al por mayor.
Lo malo: no faltan los mirreyes que piden champaña y hacen que todos notemos que la pidieron, los defectos en servicio típicos de los antros sobrepoblados (que quién era el mesero, que si mejor voy por el trago a la barra, que si me lo tira de regreso una tipa bailando y esos etcéteras que las noches defeñas nomás no superan) y la sensación –para quienes vivimos en la colonia– de que no te encontrarás a ningún vecino por ahí.
Entiendo que en gustos se rompen géneros, pero ¿en serio tenía que estar en la Roma? Ojalá los polanqueños sientan lo mismo cuando alguien abra un bar-galería-librería-concept store ultrahipster sobre Masaryk.