Es una de esas cantinas que permanecen en el inconsciente colectivo de las generaciones mayores de la ciudad. Visitar El Penacho una tarde de sábado equivale a viajar en el tiempo mediante los acordes del bolero a la banda y de José Alfredo al pop de los noventa. Ver a gente entrada en los cincuenta entretenida por un animador puede resultar raro para quien no esté familiarizado con el ambiente cantinero, pero si eso fuera un problema, queda compensado con la comida.
La carta hace salivar a cualquiera con el filete mignon, los pulpos a la gallega y el lomo de huauchinango a las brasas. Los precios son altos, pero las raciones generosas. Para tener una idea sólo hay que ver el tamaño de la milanesa oreja de elefante o la cazuela de arrachera con camarones gigantes, para dos personas.
En cuanto a las bebidas, como en las buenas cantinas, es más fácil decir lo que no hay que el enciclopédico listado de alcohol. Los amantes del diseño dejen las expectativas en casa. Las extrañas figuras griegas de sus cúpulas y el enorme penacho de espejos del escenario son la escenografía para cualquier celebración alegre.
El servicio, excelente. Los meseros son legionarios de la atención que no esperan a que levantes la mano. Además, los clientes consentidos –sí, existe una categoría así– tienen descuentos, reservaciones garantizadas y comida gratis en su cumpleaños.