Cuenta la leyenda que en el siglo XVIII los monjes de las montañas chinas de Wuyi entrenaban changos para subir a árboles de cuatro metros y recoger los brotes más finos de la hoja de té hoy llamado monkey picked. En esa época, estas hierbas raras –enrolladas, como buen oolong, para asemejarse a la forma de un dragón negro– eran exclusivas de la corte imperial. Esto me cuenta Fernando Gaitán mientras el agua de dicho té alcanza la temperatura adecuada para que suelte su sabor frutal y su tono cobrizo.
¿Cómo sabe tanto del tema? Su pasión por el té nació en un viaje al Oriente y en ese momento decidió importar la mejor selección de hojas de China, India y Japón al DF. Después de estudiar para sommelier y diseñador de tés en China, Argentina y Estados Unidos, por fin abrió un local chiquitito con una onda budista.
Veo los cuencos de té que ofrecen en el mostrador y mi mirada se postra en uno con palomitas, granos de arroz y té verde. Le pregunto si él lo diseñó. “No, este es un clásico de Japón. Nació cuando un sirviente vertía té verde a su amo y unos granos de arroz cayeron de su manga por accidente. El samurái, enfurecido por la taza arruinada, desenvainó su espada y ‘¡whoosh!’, le cortó la cabeza”, narra, con efectos de sonido y cinéticos incluidos.
Detrás de cada buen té hay una historia; detrás cada buen sorbo, una elección cuidadosa. El repertorio de tés blancos, verdes, negros, oolongs, puerhs y tisanas de Shaktea lo coronan como uno de los mejores lugares de té de la ciudad.