La cocina como expresión filosófica, la preparación de los alimentos como una metodología de la sutileza, el restaurante como un espacio de introspección y el chef como un creador. Cuando Enrique Olvera abrió Pujol en 2000, la gastronomía mexicana dirigió la mirada hacia sí misma para cuestionar sus procesos tradicionales. Cobró, por así decirlo, conciencia crítica.
Influido por las corrientes más vanguardistas de ese tiempo, Olvera deconstruyó las recetas de la cocina popular para dejar irreconocibles los platillos de todos los días. En pocos años, pasó de ser un chef excéntrico a una figura pública, indispensable en la escena gourmet capitalina. Las portadas de revistas y nuevos proyectos restauranteros le otorgaron una suerte de ubicuidad.
Por un periodo, hacia finales de la década, incluso descuidó a su restaurante original, su laboratorio de creación de platillos. Sin embargo, en cuanto volvió a poner las manos y la mente en la cocina, Pujol recuperó su antiguo prestigio, su maestría, su fuerza originadora. En sí, en palabras del propio chef, el cambio del concepto transitó del replanteamiento de las delicias de la calle, a la búsqueda creativa personal, lo que amplió el campo de la experiencia.
El trabajo de recuperación obró sus frutos. En 2011 Pujol fue considerado como uno de los 50 mejores restaurantes del mundo por la lista The 50 Best Restaurants.
Los platillos que pudiéramos recomendar para esta reseña muy probablemente no volverán a aparecer en el menú, porque la carta está en permanente mutación de acuerdo a la temporada del año, a la disponibilidad de los productos de ese día o al capricho momentáneo de sus creativos.
Pensemos que el menú del día obedece en muchas ocasiones a lo que está disponible en el mercado. Imaginemos que mucho de lo que ahí se prepara está lejos de las técnicas convencionales de la cocina y más cerca de los procesos de la química, o de la alquimia. Los ingredientes son autóctonos, prehispánicos y en ocasiones orgánicos, muy tradicionales.
He probado en Pujol un taco placero líquido (que sabe exactamente como el taco placero, pero se bebe), un taco al pastor deconstruido (que es delicioso y más sano que la garnacha callejera), o unas costillas de cordero que me hicieron llorar. Es una cocina viva, que se transforma. Y no para.
En 2017 Pujol decidió cambiar de locación, de Petrarca a Tennyson, aún Polanco. La nueva casona de Polanco permite ver a través de sus ventanales un jardín con huerto orgánico del cual provienen los aromas que sazonan los nuevos platillos. Los elementos que componen el menú de degustación son aún referentes nacionales: cacahuazintle, almeja chiluda, hongos, cordero, tamales y pinole. Y, para acentuarlos, piruetas de sabor de la sal de gusano, los quintoniles, el habanero y los moles.
El cambio de dirección llegó con otra sorpresa, pues apareció una nueva modalidad de servicio, una barra de tacos estilo omakase. Esta palabra japonesa quiere decir encargo y en el rubro gastronómico le otorga al chef la posibilidad de servirle al comensal (con su entregada confianza) lo que él quiera. Los chefs de Pujol combinan los ingredientes más mexicanos o foráneos para servirlos en forma de taco, así que todos los días el menú omakase de Pujol tiene algo nuevo que brindar.
El mejor restaurante de México no pasa de moda ni se le incrementa por temporadas. Permanece como un constante testimonio de la nueva cocina mexicana, o la cocina mexicana contemporánea, dos términos que por más de 17 años han tomado un nuevo significado desde las cocinas de Pujol.