La cocina mexicana está en boga quizá porque ahora forma parte del patrimonio inmaterial de la humanidad. Basta una lectura rápida de cualquier guía turística sobre el DF para saber que uno de los lugares que más recomiendan visitar para descubrir los sabores del país es el Café de Tacuba, que acaba de cumplir cien años de vida. La casona es del siglo XVII con techos altos sostenidos por vigas de madera, decorado con candelabros y mosaicos tipo talavera, cuadros de arcángeles y ambientación musical que corre a cargo de una estudiantina ambulante. El menú bilingüe proporciona diversión garantizada especialmente al llegar a los machitos fritos, traducidos como fried machitos. Lo realmente divertido es que la guajolota no tiene traducción ni vergüenza.
Después de servirme un agua de sandía, la mesera con uniforme blanco e inmenso moño en la cabeza, me sugiere probar un poco de todo y ese platillo se llama cuatro cositas (four little things, baby). Frijoles refritos, guacamole, arroz con menudencias, un tamal en salsa verde o chile relleno (a escoger), un taquito dorado y una probadita de la estrella del menú, la enchilada tacuba: tortilla rellena de pollo tierno bañada con salsa poblana cremosa y queso derretido que causa adicción instantánea. Ovación de pie se lleva el guacamole pensado para paladares que no comen picante.
En los postres aparecen los dulces típicos además del pastel de limón glaseado color verde radioactivo que se encuentra en el refrigerador de la entrada, aunque el de tres leches con cubierta de cajeta le dice quítate que ahí te voy. Ahora sé que la cocina mexicana está bien representada y que cuando extrañe la sazón de mi abuelita, tengo un lugar a dónde llegar.